jueves, 21 de octubre de 2010
Orar con fe, sin fatigarse... 29º TOC
La liturgia de este domingo nos ofrece una enseñanza fundamental: la necesidad de rezar siempre, sin cansarse. A veces nosotros nos cansamos de rezar, tenemos la impresión de que la oración no es tan útil para la vida, que es poco eficaz. Por eso somos tentados a dedicarnos a la actividad, a emplear todos los medios humanos para lograr nuestros objetivos, y no recurrimos a Dios. Jesús en cambio afirma que es necesario rezar siempre, y lo hace mediante una específica parábola. (cf. Lc 18, 1-8).
Ésta habla de un juez que no teme a Dios y no tiene cuidado por ninguno, un juez que no tiene una actitud positiva, sino que busca sólo el propio interés. No tiene temor al juicio de Dios y no tiene respeto por el prójimo. El otro personaje es una viuda, una persona en una situación de debilidad. En la Biblia, la viuda y el huérfano son las categorías más necesitadas, porque están indefensas y sin medios. La viuda va al juez y le pide justicia. Sus posibilidades de ser escuchada son casi nulas, porque el juez la desprecia y ella no puede hacer ninguna presión sobre él. Y menos apelar a principios religiosos, porque el juez no teme a Dios. Por eso esta viuda parece privada de toda posibilidad. Pero ella insiste, pide sin cansarse, es inoportuna, y así al fin logra obtener del juez el resultado. En este punto Jesús hace una reflexión, usando el argumento a fortiori [=con mayor razón; cuanto más]: si un juez injusto al final se deja convencer por la súplica de una viuda, cuanto más Dios, que es bueno, escuchará a quien le ruega. Dios de hecho es la generosidad en persona, es misericordioso, y por tanto está siempre dispuesto a escuchar las oraciones. Por tanto, nunca debemos desesperar, sino insistir siempre en la oración.
La conclusión del pasaje evangélico habla de la fe: “Cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará fe sobre la tierra?” (Lc 18,8). Es una pregunta que quiere suscitar un aumento de fe por nuestra parte. Está claro de hecho que la oración debe ser expresión de fe, en caso contrario no es verdadera oración. Si uno no cree en la bondad de Dios, no puede rezar de una manera verdaderamente adecuada. La fe es esencial como base de la actitud de la oración.
Santa Battista Camilla Varano, monja clarisa del siglo XV, testimonió acabadamente el sentido evangélico de la vida, especialmente perseverando en la oración. Habiendo entrado a los 23 años en el monasterio de Urbino, se insertó como protagonista en ese vasto movimiento de reforma de la espiritualidad femenina franciscana que intentaba recuperar plenamente el carisma de santa Clara de Asís. Promovió nuevas fundaciones monásticas en Camerino, donde fue elegida abadesa varias veces, en Fermo y en San Severino. La vida de santa Battista, totalmente inmersa en las profundidades divinas, fue una ascensión constante en el camino de la perfección, con un amor heroico a Dios y al prójimo. Estuvo marcada por grandes sufrimientos y místicas consolaciones; había decidido de hecho, como ella misma escribe, “entrar en el Sacratísimo Corazón de Jesús y ahogarse en el océano de sus acerbísimos sufrimientos”. En un momento en que la Iglesia sufría un relajamiento de las costumbres, ella recorre con decisión el camino de la penitencia y de la oración, animada por el ardiente deseo de renovación del Cuerpo místico de Cristo.
Tu fe te ha salvado... 28º TOC
http://www.chiediloallateologa.it/ileana/index.php
¿Cuál es el significado del episodio? En la óptica del evangelista Lucas es éste uno de los numerosos casos en los cuales los judíos, el “pueblo elegido”, no reconocen los “signos”, por otra parte claramente indicados en las Escrituras, que los llevarían a reconocer en Jesús el Mesías, el Salvador; mientras que tal reconocimiento adviene por parte de gente “lejana”, que no tenía el auxilio de los textos sagrados. ¡Cuántas veces Jesús exclama haber encontrado más fe en un extranjero (o extranjera) que en todo Israel! Y que en el caso de nuestro samaritano se trate de auténtica fe, se ve claramente en las palabras mismas de Jesús: “Levántate y vete, tu fe te ha salvado”
Por lo tanto, los nueve judíos han sido “sanados”, él en cambio ha sido “salvado”, la diferencia es abismal. En el primer caso se trata de una recuperación de la salud a nivel físico, en el segundo de una renovación total, no sólo de la piel purulenta, sino de toda la persona, exterior e interior.
Y aquí es posible ver muy bien el nexo entre liberación y salvación en la perspectiva hebraico-cristiana. El Dios de Israel es sobre todo Aquel que libera de toda forma de esclavitud y de prisión en el plano concreto, histórico: pensemos en el éxodo del pueblo hebreo de Egipto y el retorno de Babilonia; y análogamente en el episodio de Lucas Jesús demuestra su poder divino sobre todo liberando a los diez enfermos de aquella condena física y civil que era la lepra.
Pero el Dios del Éxodo es también Aquel que pide a su pueblo (que ha liberado de los egipcios y de los babilonios) reconocerlo como su único Señor, de seguirlo observando sus mandamientos, de tener confianza en Él, Señor de la vida y Salvador, que triunfará sobre toda forma de mal y de sufrimiento individual y colectivo. El pueblo hebreo sin embargo ha permanecido en su historia, las más de las veces, sordo e ingrato frente a Jahvé.
Análogamente, Jesús se lamenta que, de diez sanados, sólo uno haya de verdad reconocido y agradecido, mostrando fe en él y (podríamos presumir) cambiando desde lo profundo su vida, es decir, “convirtiéndose”. Uno sobre diez, y para más extranjero. Esto debería hacernos reflexionar mucho, ya sea para preguntarnos con quién o quienes nos identificamos de las dos posiciones, ya sea para no asombrarnos tanto de la frase un tanto extraña que Jesús hubo pronunciado poco después: “Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?” (Lucas 18, 8)
jueves, 7 de octubre de 2010
Te alabo Padre ... Domingo 27º TOC
1.“Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a los pequeños” (Mt 11, 25). ¡Qué hermoso que la Liturgia de la madre Iglesia haya querido inserir la fiesta de san Francisco en este himno de alegría pronunciado por Jesús! Y que ha visto al Poverello de Asís entre los pequeños a los que el Padre le ha revelado los misterios del Reino! ¡Qué hermoso volver escuchar este himno de alegría que prorrumpe del corazón de Cristo y que invade a san Francisco! Francisco ciertamente se constituyó para Jesús en una gran alegría, pues se encuentra entre los pequeños a los que el Padre le ha revelado los secretos ocultos que ni los sabios de este mundo, ni los inteligentes han podido penetrar.
2. Pero preguntémonos: ¿por qué el Padre ha ocultado estas cosas a los sabios y entendidos y las ha revelado a los pequeños? ¿Por qué se las ha revelado al pequeño Francisco, a este Poverello que después de 800 años continuamos siguiendo y admirando con renovado asombro? Él, simplex et idiota (simple e idiota), come él mismo se solía presentar? La respuesta la encontramos si non ponemos frente a la vida de san Francisco, si miramos cuidadosamente su relación con el Señor y, en particular, su relación con el Señor que le hablaba. ¿Cuál es la relación entre el Poverello de Asís y la Palabra de Dios?
• Su acercamiento es sobre todo radicalmente RELACIONAL: yo – tú, sine glossa, sin interferencias. El corazón de Francisco se abre completamente al Señor que le habla. Es plenamente conciente de que en la Palabra es Dios mismo quien se nos hace cercano. De ello nace un diálogo profundo, continuo, constructivo. Un diálogo que hace fluir del corazón de Francisco un inmenso asombro, al ver que el Altísimo Dios se inclina ante su criatura: “Quién eres tú, Altísimo Señor Dios, y quien soy yo tu vil gusano?” Es precisamente esta ilimitada admiración que preserva el corazón de Francisco de toda tentación de sentirse sabio e inteligente, y lo mantiene en una profunda humildad y en una íntima alegría;
• Pero no es sólo relacional su acercamiento a la Palabra, también es COMUNIONAL: Francisco sabe bien que cuando el Señor le habla y él responde, se da una comunión que se va construyendo, sabe bien que la Palabra escuchada y, aún más comida, lo edifica como hombre de Dios. Sabe bien que para la ley del amor, nace la conformación entre el Señor que habla y él que escucha, entre el amante y el amado. Es precisamente esta íntima comunión el gran secreto de Francisco que él, como dejó escrito en la última Admonición (Adm 28), quiere conservar en lo profundo de su persona. Será el sello de los Estigmas el que hará visible a todos esta conformación al amado Crucificado. De esta manera, los signos de la Pasión impresos en la carne de Francisco expresan a un tiempo el máximo fruto de esta comunión de vida y la intención de Dios mismo de querer mostrar visiblemente a todos a su pequeño-grande Francisco.
• Otro rasgo característico de la relación con la Palabra es el que podremos llamar CONTINGENTE: la Palabra habla AHORA, habla AQUÍ. No en el pasado, no en otras geografías, sino precisamente en este momento, exactamente en este lugar en el que me encuentro. Francisco fue un excelente oyente en este sentido. Él fue muy cuidadoso en poner en práctica la Palabra, en donde se encontrara. En la óptica del amor, Francisco nunca hubiera soportado faltarle el respeto al Señor, haciéndolo esperar, dejando caer aunque fuera tan sólo una sílaba pronunciada por él, o dando interpretaciones que retrasaran la pronta ejecución. Junto con el Salmista, Francisco fue capaz de decir: “yo tengo siempre presente a Yahvé, con él a mi derecha no vacilo” (Sal 15,8).
• Así es que para Francisco la Palabra no es para acogerse de manera intelectual, para saber sola verba (solamente palabras) – como afirma en la Admonición séptima (Adm 7,3) – sino de manera existencial, reconociéndola como fundamento de la propia existencia. Así es como el pequeño Francisco pudo conocer los misterios divinos, en su humildad, en su pequeñez y simplicidad. Así fue como pudo tener el don de la compresión de la Escritura: “poseía dentro de sí –afirma san Buenaventura (LM XI,2)- al Maestro de las sagradas letras, por la plenitud de la unción del Espíritu Santo”.
3. “En cuanto a mí, ¡Dios me libre de presumir si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo” (Gal 6,14). El otro libro estudiado con amor por san Francisco es la Cruz de Cristo, el Hijo de Dios Crucificado. Ya en el tugurio de Rivotorto, cuando los hermanos eran todavía pocos y no tenían libros, Francisco “repasaba día y noche con mirada continua el libro de la Cruz de Cristo” (LM IV, 3). Desde el inicio hasta el final de su vida, desde el encuentro con el Crucifijo de San Damián a la impresión de los Estigmas en el Alverna, el Crucificado está delante de los ojos de Francisco como el Amor de Dios que se ha dejado clavar en la cruz por nuestra salvación. Y es este amor que Francisco quiere acoger, conformándose a él, haciéndose semejante. ¡La acogida del Crucificado ha sido tal que se convierte en con- crucificado! Una vez más, la cruz fue para Francisco, la clave para comprender las Escrituras, para entender plenamente la Palabra de Dios. Fue precisamente esta clave, la Pasión de Dios por sus criaturas, quien hizo al pequeño Francisco un gran sabio, una verdadera “exégesis de la palabra de Dios”.
Caminemos hacia el hermano... Domingo 26º TOC
http://www.interbible.org/interBible/cithare/celebrer/index.htm
Un relato en contrastes
La parábola de Lázaro y el rico malvado es un discurso hecho todo en contraste. Los discursos en contraste son sin duda una manera muy judía, muy rabínica, de predicar (al menos, la Biblia nos da varios ejemplos de ello). Claros, simples, tienen la ventaja de sacudir el imaginario, de hacer asimilar fácilmente la lección. Porque el auditor que escucha el discurso en contraste, debe obligadamente en su cabeza ponerse de un lado o del otro. Por el contrario, estos discursos tienen el defecto de su calidad: no tienen matices. Raramente la situación de un hombre es todo blanco o todo negro, los discursos en contraste eclipsan, en favor de la eficacia, los tonos grises de los cuales la vida está a menudo teñida.
...contrastes aquí
¿Cuáles son los contrastes de nuestro relato? Lucas, en su genio innegable de narrador, no podría pintar situaciones más opuestas que las de estos dos hombres. Por un lado, un hombre rico, cubierto de vestimentas de lujo y muchas, cada día, de festines suntuosos; por el otro, un, pobre, Lázaro, cubierto de llagas, que no sólo querría de buena gana comer de lo que caía de la mesa del rico, sino que, de algún modo, «es comido» por los perros ¡que le lamen sus heridas! Conociendo la repugnancia que la Biblia tiene por este animal, nos damos cuenta que nos quiere decir que Lázaro está en la peor de las miserias humanas. Remarca también que el pobre tiene un nombre, y un nombre significativo [Lázaro = “Aquel que Dios ayuda”], le confiere una dignidad que falta al rico que permanece anónimo. Detalle elocuente que revela, en el Jesús de Lucas, su opción preferencial por los pobres y anuncia el cambio total de las situaciones en el Reino de Dios. Los dos hombres no son iguales sino frente a la muerte que les llega. No obstante sus maneras de pasar «al otro lado» contrastan aun.
...contrastes allá
El pobre murió, y los ángeles lo llevaron junto a Abrahán. El rico murió también, y lo sepultaron.
Lázaro, no posee nada en la tierra, es «elevado»; el rico, muy apegado durante su vida a lo bienes materiales, es «descendido», permanece simbólicamente ligado a la tierra. Sus suertes, en la morada de los muertos, se encuentran invertidas: la fortuna terrestre es víctima del sufrimiento, el infortunio terrestre goza de la felicidad de los justos junto a Abrahán.
La urgencia de la conversión
Lo llamó y le dijo: -Padre Abrahán, ten piedad de mí y envía a Lázaro, para que moje la punta del dedo en agua y me refresque la lengua; pues me torturan estas llamas.
Contrariamente a lo que deja presagiar el comienzo de la parábola, en la morada de los muertos, el rico conoce a Lázaro, lo ve y finalmente lo llama por su nombre, siendo que no había tenido cuidado de él hasta el último momento cuando yacía, con hambre y enfermo, frente a su puerta. Lucas, un fino narrador, lleva lo odioso hasta el último extremo, pues si Lázaro de pronto ahora existe para el rico, no es sino para ponerlo a su servicio, subrayando aun más el egoísmo culpable del rico atormentado. Pero un abismo infranqueable los separa definitivamente. Notemos que esta «fosa» entre el Lázaro y el rico ya existía: en la tierra habría sido franqueable, si el rico hubiera dado pasos hacia su hermano. En la morada de los muertos, esta fosa, cavada por el rico mismo, llegó a ser definitiva e irrevocable. Se recoge, en esta imagen, una idea cara al Evangelio de Lucas, la de la urgencia de la conversión, mientras hay tiempo.
[Abrahán] Le dijo: Si no escuchan a Moisés ni a los profetas, aunque un muerto resucite, no le harán caso.
El punto máximo de la parábola reside en su final. A la demanda del rico de enviar a Lázaro «resucitado» a la casa de sus hermanos para «convertirlos», Abrahán ordena, no sin ironía, tomar en serio la Palabra de Dios –en la que, mucho antes del Evangelio, se han escuchado resonar las llamadas a compartir con los más pobres- en lugar de esperar signos extraordinarios.
Sirve al Señor, con fidelidad ... Domingo 25º TOC
sábado, 11 de septiembre de 2010
Entrañas de misericordia - Domingo 24 TOC
En el Evangelio del Domingo de hoy –el capítulo 15 de san Lucas- Jesús narra las tres “parábolas de la misericordia”. Cuando Él “habla del pastor que va detrás de la oveja perdida, de la mujer que busca la dracma, del padre que va al encuentro del hijo pródigo y lo abraza, estas no son sólo palabras, sino que constituyen la explicación de su mismo ser y obrar” (Encíclica Deus caritas est, 12). De hecho, el pastor que encuentra la oveja perdida es el Señor mismo que carga sobre sí, con la Cruz, a la humanidad pecadora para redimirla. El hijo pródigo, después, en la tercera parábola, es un joven que, obtenida del padre la herencia, “parte para un país lejano y allí despilfarró su patrimonio viviendo de modo licencioso” (Lc 15,13). Reducido a miseria, fue constreñido a trabajar como esclavo, aceptando hasta matar el hambre con alimento destinado a los animales. “Entonces –dice el Evangelio- volvió en sí” (Lc 15,17). “Las palabras que prepara para el regreso nos permiten conocer el alcance de la peregrinación interior que él ahora hace... regresa «a casa», a sí mismo y al padre” (Benedicto XVI, Jesús de Nazaret). “Me levantaré, iré a lo de mi padre y le diré: Padre he pecado contra el cielo y frente a ti; no soy más digno de ser llamado tu hijo” (Lc 15, 18-19). San Agustín escribe “Es el Verbo mismo que te grita que vuelvas; el lugar de la imperturbable calma es donde el amor no conoce abandono” (Confesiones, IV, 11.16). “Cuando estaba aún lejos, su padre lo vio, tuvo compasión, corriendo a su encuentro, se le arrojó al cuello y lo besó” (Lc 15, 20) y, lleno de alegría, hace preparar una fiesta.
Queridos amigos, ¿cómo no abrir nuestro corazón a la certeza de que, aun siendo pecadores, somos amados por Dios?. Él no se cansa nunca de amarnos, de venir a nuestro encuentro, recorre siempre primero el camino que nos separa de Él. El libro del Éxodo nos muestra cómo Moisés, con confiada y audaz súplica, logra, por decirlo así, desplazar a Dios del trono del juicio al trono de la misericordia (cf 32, 7-11. 13-14). El arrepentimiento es la medida de la fe y gracias a él se retorna a la Verdad. Escribe el apóstol Pablo: “Me tuvo misericordia, porque obré por ignorancia, alejado de la fe” (1 Tim 1,13). Volviendo a la parábola del hijo que regresa “a casa”, advertimos que cuando aparece el hijo mayor indignado por la acogida festiva al hermano, es siempre el padre el que va al encuentro y sale a suplicarle: “Hijo, tú estás siempre conmigo y todo lo que es mío es tuyo” (Lc 15, 31). Sólo la fe puede transformar el egoísmo en alegría y reanudar justas relaciones con el prójimo y con Dios. “Era necesario hacer fiesta y alegrarse –dice el padre- porque éste tu hermano... estaba perdido y ha sido encontrado” (Lc 15,32)
En el link del sitio que está puesto más abajo, haciendo click en Célébrer la Parole en algunas ocasiones puedes encontrar un comentario al Evangelio del Domingo. Aquí compartimos el último párrafo del que hizo el P. Jérôme Longtin biblista canadiense de Longueuil para este Domingo.
http://www.interbible.org/interBible/cithare/index.htm
Mangeons et festoyons (v. 23).
Le thème de la nourriture constitue le fil conducteur qui relie les péripéties de l’histoire. Prenons quelques exemples. Le fils cadet doit affronter une famine (v. 14) et il est même prêt à manger les aliments des cochons (v. 16). En pensant à la maison familiale, le souvenir qui lui revient est celui du pain que mangent les ouvriers (v. 17). Pour fêter le retour de son fils le père fait tuer un veau gras et organise un festin (v. 23). Et lorsque l’aîné proteste contre ce qu’il considère comme une injustice, il mentionne que son père ne lui a jamais donné un chevreau pour festoyer (v. 29).
À première vue, on pourrait croire qu’il s’agit d’un enseignement au sujet de l’alimentation! En fait, la nourriture – ou son absence – sert d’indicateur de la qualité de communion entre les personnages. En quittant la maison, le fils cadet rompt les liens de filiation et de fraternité, il se retrouve réduit à partager la compagnie des porcs. On comprend combien, surtout pour un Juif, cette situation représente une déchéance. L’aîné, de son côté, attend de son père un salaire pour son travail; il réagit comme un mercenaire plutôt que comme un fils. La fête organisée par le père avait pour but de rétablir la communauté familiale mais l’histoire se termine sans que l’on sache si le fils aîné s’est laissé convaincre. Nous ne savons pas non plus si les interlocuteurs de Jésus ont compris pourquoi il accueillait les pécheurs et mangeait avec eux.
Cette attitude n’est pas le monopole des Juifs pieux du temps de Jésus. Chacun peut se reconnaître à la fois dans le cadet qui quitte la maison et dans son frère qui refuse de l’accueillir à son retour. Chacun devrait aussi pouvoir se reconnaître sous les traits du père capable de pardonner et de réconcilier.
viernes, 10 de septiembre de 2010
He encontrado mi oveja, la que estaba perdida
A diferencia de Marcos y Mateo, que indican con una sola frase, muy sintética e interpelante, el inicio del ministerio de Jesús (“¡el reino de Dios está cerca, conviértanse!), Lucas nos cuenta más en detalle su primera predicación, en la sinagoga de Nazaret (cf Lc 4, 16-30). El hijo de José había declarado que vino para cumplir las profecías del Antiguo Testamento, es decir anunciar a los pobres un alegre mensaje, proclamar a los prisioneros la liberación, predicar un año de gracia del Señor.
Así en el curso de sucesivas narraciones de Lucas vemos como Él ha proclamado felices a los pobres -en el “sermón de la llanura” (Lc 6,20 ss)-, ha liberado de la cárcel del mal a muchos enfermos y endemoniados y sobre todo ha vuelto visible la “gracia”, es decir el infinito amor, de Dios. Y este extraordinario amor viene descripto de un modo muy eficaz en las tres parábolas de la misericordia de Lc 15, no por nada colocadas al centro del tercer Evangelio y justamente consideradas el “corazón” del texto lucano.
Ellas constituyen la respuesta de Jesús a las críticas de los escribas y fariseos, que presumían ser los solos y auténticos depositarios de las Escrituras, mientras que por el contrario eran ciegos y sordos frente a la Revelación. Y esto no obstante que ya en el Antiguo Testamento era con frecuencia destacado el amor previniente y misericordioso de Dios “En aquel día congregaré a los dispersos...” (Miqueas 4, 6); “Yo mismo buscaré mis ovejas y las cuidaré” (Ezequiel 34,11); “Mi corazón se conmueve dentro de mí, mis entrañas se estremecen de compasión...No daré desahogo a mi ira, porque soy Dios y no hombre” (Oseas 11, 8).
Ahora Jesús, ya sea en su comportamiento como en las elocuentes imágenes del pastor y del padre, viene a traernos justamente este extraordinario anuncio que retoma y completa la revelación del Antiguo Testamento: Dios no espera que el hombre se convierta y llegue a ser bueno para, de verdad, quererlo; lo ama desde siempre, lo ama siendo pecador y por eso lo busca obstinadamente, “va en busca de la oveja perdida, hasta que la encuentre” (v. 4), es decir a toda costa, a cualquier precio, aun el de la propia vida. Jesús, transparencia de Dios, es el pastor bueno, que ha venido ha buscar y llamar a los pecadores para que se conviertan (Lc 5, 2), y los ha buscado cueste lo que le cueste, al punto que –como dice san Pablo- “cuando aun éramos pecadores, Cristo murió por nosotros” (Romanos 5, 8)
Dios quiere que todos los hombres se salven, que todos tomen parte en el banquete escatológico de su reino; por esto –afirma Jesús solemnemente- “habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión” (v. 7). También esta revelación “escandaliza”, y no sólo a los escribas y fariseos, sino a todos aquellos que se tienen por “justos”.
Instintivamente se es siempre más indulgente y benévolo consigo mismo que con los otros y estamos prontos a fastidiarnos y criticar el comportamiento ejemplificado y solicitado por Jesús. Así sucedía en la comunidad de Lucas, como lo sabemos por el libro de los Hechos en 11, 3 “¡Has entrado en casa de hombres no circuncisos y has comido junto con ellos!” dicen a Pedro. Así, del mismo modo, continúa sucediendo entre nosotros cada vez que no sabemos testimoniar el amor de Dios, amor que sabe ver, acoger y amar al que está “perdido”.
En el n 1439 del Catecismo de la Iglesia Católica se describe el proceso de conversión y penitencia en base a la parábola del hijo pródigo, del Evangelio de este Domingo.
El proceso de la conversión y de la penitencia fue descrito maravillosamente por Jesús en la parábola llamada "del hijo pródigo", cuyo centro es "el padre misericordioso" (Lc 15,11-24): la fascinación de una libertad ilusoria, el abandono de la casa paterna; la miseria extrema en que el hijo se encuentra tras haber dilapidado su fortuna; la humillación profunda de verse obligado a apacentar cerdos, y peor aún, la de desear alimentarse de las algarrobas que comían los cerdos; la reflexión sobre los bienes perdidos; el arrepentimiento y la decisión de declararse culpable ante su padre, el camino del retorno; la acogida generosa del padre; la alegría del padre: todos estos son rasgos propios del proceso de conversión. El mejor vestido, el anillo y el banquete de fiesta son símbolos de esta vida nueva, pura, digna, llena de alegría que es la vida del hombre que vuelve a Dios y al seno de su familia, que es la Iglesia. Sólo el corazón de Cristo, que conoce las profundidades del amor de su Padre, pudo revelarnos el abismo de su misericordia de una manera tan llena de simplicidad y de belleza.
viernes, 3 de septiembre de 2010
La renuncia... una bienaventuranza
Estamos de nuevo considerando las tremendas exigencias de la llamada y sobretodo un dificilísimo punto clave -y del cual ninguno quisiera sentir hablar- de nuestro camino a Dios: la renuncia aún a la propia vida si fuese necesario: “Quien pierda la propia vida por mi causa, la encontrará”
1. Monte Rosa o Monte Bianco
El hombre ha sido creado libre, ahora bien libertad significa capacidad de elegir y capacidad de elegir implica a su vez capacidad de renuncia. Si hoy elijo escalar el Monte Rosa, debo por fuerza renunciar a subir contemporáneamente al Monte Bianco. Solo que esta capacidad de elegir, hoy se la quiere reducir a la que se hace en el supermercado o con el control remoto. Elijo el detergente onda verde y lo prefiero antes que al onda azul; elijo el canal France 3 y lo prefiero a Antenne 4, etc etc. Pero el hombre tiene una dignidad verdaderamente grande y es capaz de una elección en otra dimensión. Y el cristiano debe a cada instante elegir, es decir renunciar a lo que es incompatible con la propia fe.
La misma historia de la Salvación se inicia con una invitación a la renuncia; “De todos los árboles del jardín puedes comer, pero de aquel que está en el medio no, sino morirás”. ¡Era el único mandamiento! Si hubiese sabido observarlo, no hubiese sido necesario establecer otros, pero con la transgresión fueron aumentados los mandamientos y también ahora vemos que cuanto más el hombre transgrede más aumentan las leyes. Y la vida se complica siempre más precisamente por que el hombre no es capaz de renunciar, es decir no es capaz de elegir el bien en lugar del mal.
2. Pero, ¿por qué la renuncia?
¿Pero por qué la renuncia a cosas legítimas, debidas, saludables y también convenientes – ¡al menos a nosotros nos parecen así!-? Ésta, para mi, es la prueba más cierta y también más bella de la existencia de Dios. Y no sólo de su existencia sino sobre todo de su Amor por nosotros, de hecho si no fuésemos destinados a la Gloria y no fuésemos llamados a la comunión con Él ya desde aquí, y si Él no quisiese venir a habitar en nosotros, no habría ninguna renunciar para hacer.
¿Qué quiere Dios de mí? Te lo habrás preguntado tantas veces. Y bien, ¡Dios de tí quiere... a tí! ¡Nada menos! He aquí por qué nos pide renunciar a todo lo que mal llena nuestro corazón. A este corazón Él, quiere llenarlo de Sí mismo. “Abre la boca, la quiero llenar” dice un salmo. Sí, abre la boca, o el corazón, o la mano, que el fruto de la Gloria Yo te lo quiero dar –dice el Señor-, pero ¡ojo! no la cierres, porque cerrándola tomarías sólo lo finito, mientras Yo soy el infinito. La única cosa que Yo no te puedo dar es aquella que tú te quieres tomar por rapiña. Renunciar significa no cerrar la mano, sino permanecer con las manos y el corazón abiertos, como un pobre mendigo que sabe que sólo puede recibir. Mientras que cerrar la mano sobre el fruto, quiere decir apropiarse de cosas finitas, limitadas, efímeras, que no saciarán nunca nuestra necesidad de infinito, sino que sólo servirán para llenar nuestro corazón de un gran vacío.
3 ¿Tenemos hambre de Dios?
Somos hechos de inteligencia y voluntad –además de corporeidad-. Ahora bien, la definición filosófica de la inteligencia es de tener hambre de la verdad, y la de la voluntad es tener hambre del bien –o del máximo bien que es Dios-. Pero después del pecado original y de cualquier otro pecado, nuestras facultades espirituales, han perdido su orientación natural hacia lo alto y se han replegado hacia lo bajo – san Anselmo la definía “natura curva”- de modo que en vez de tener hambre de Dios, hemos llegado a tener hambre de poder, de dinero, de dominio, etc etc La renuncia a estos apegos es justamente la que nos permite volver a tener hambre del bien y de reencontrar el señorío sobre nosotros mismos y liberarnos de la esclavitud de las cosas. Por eso la renuncia es una verdadera y propia bienaventuranza porque nos vuelve de nuevo capaces de desear a Dios, enderezando nuestra naturaleza curvada y orientándola hacia Dios. Si queremos reencontrar la salud originaria de nuestra alma, que es de ser como una bellísima flor que está naturalmente orientada hacia el Sol, debemos saber vivir la renuncia como una bienaventuranza, la que nos permitirá llegar a ser receptáculos puros de la Luz divina, reflejando sus esplendores.
Agrego aquí un párrafo de la homilía pronunciada por Benedicto XVI en la Misa [Dgo. 23 TOC] celebrada en el pueblo natal de León XIII, Carpineto Romano, que hoy 5 de setiembre visitó con motivo del bicentenario del nacimiento de este papa.
Hemos escuchado la Palabra de Dios, y es espontáneo acogerla, en esta circunstancia, volviendo a pensar en la figura del Papa León XIII y en la herencia que nos ha dejado. El tema principal que emerge de la lectura bíblica es el del primado de Dios y de Cristo. En el pasaje evangélico, extraído de san Lucas, Jesús mismo declara con franqueza tres condiciones necesarias para ser sus discípulos: Amarle más que a nadie y más que a la misma vida; llevar la propia cruz y seguirlo; y renunciar a todas las posesiones. Jesús ve una gran multitud que lo sigue junto a sus discípulos, y con todos quiere ser claro: seguirlo es comprometido, no puede depender de entusiasmos ni de oportunismos; debe ser una decisión ponderada, tomada después de preguntarse en conciencia: ¿quién es Jesús para mí? ¿Es verdaderamente “el Señor”, ocupa el primer lugar, como el Sol en torno al cual giran todos los planetas? Y la primera lectura, del Libro de la Sabiduría, nos sugiere indirectamente el primer motivo de este primado absoluto de Jesucristo: en Él encuentran respuesta las preguntas del hombre de toda época que busca la verdad sobre Dios y sobre sí mismo. Dios está más allá de nuestro alcance, y sus designios son inescrutables. Pero Él mismo ha querido revelarse, en la creación y sobre todo en la historia de la salvación, hasta que en Cristo se ha manifestado plenamente a sí mismo y su voluntad. Aun permaneciendo siempre verdadero que “a Dios nadie le ha visto jamás” (Jn 1,18), ahora nosotros conocemos su “nombre”, su “rostro”, y también su querer, porque nos lo ha revelado Jesús, que es la Sabiduría de Dios hecha hombre. “Así -escribe el Autor sagrado de la primera Lectura- aprendieron los hombres lo que a ti te agrada y gracias a la Sabiduría se salvaron” (Sb, 9,18).
miércoles, 25 de agosto de 2010
Los humildes... Domingo 22 TOC
Encuentras las lecturas en: http://www.diesdomini.wordpress.com
Con su ejemplo como con su enseñanza, Jesús ha proclamado que Dios eleva a los humildes y confunde a los orgullosos (así como lo canta María en el Magnificat, Lc 1, 51-53). La ocasión de enseñarlo le vino en particular a Jesús un día que fue a comer a lo de un fariseo. Viendo a los invitados elegir los primeros lugares, les dijo una parábola frente al riesgo de que los mandaran al último lugar en el caso de que llegara alguno de mayor rango que ellos. Hablando así, Jesús no les da un consejo –sería muy banal- para “vivir bien”.
“Quién se enaltece será humillado, quien se humilla será elevado”
Esta sentencia muestra que la enseñanza de esta parábola –como de todas las otras- se refiere a la fe, a la manera en la que los discípulos deben comportarse en la perspectiva de la entrada [y pertenencia] al Reino.
Hoy domingo 29 de agosto, agrego a esta entrada el comentario que Benedicto XVI hizo en el Angelus a Lc 14, 1.7-14
Queridos hermanos y hermanas, en el Evangelio de este domingo (Lc 14,1.7-14), encontramos a Jesús como comensal en la casa de un jefe de los fariseos. Dándose cuenta de que los invitados elegían los primeros puestos en la mesa, Él contó una parábola, ambientada en un banquete nupcial. “Si te invitan a un banquete de bodas, no te coloques en el primer lugar, porque puede suceder que haya sido invitada otra persona más importante que tú, y cuando llegue el que los invitó a los dos, tenga que decirte: 'Déjale el sitio' ... Al contrario, cuando te inviten, ve a colocarte en el último sitio” (Lc 14,8-10). El Señor no pretende dar una lección sobre etiqueta, ni sobre la jerarquía entre las distintas autoridades. Él insiste más bien en un punto decisivo, que es el de la humildad: “el que ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado” (Lc 14,11). Esta parábola, en un significado más profundo, hace pensar también en la posición del hombre en relación con Dios. El “último lugar” puede representar de hecho la condición de la humanidad degradada por el pecado, condición por la cual sólo la encarnación del Hijo Unigénito puede ensalzarla. Por esto el propio Cristo “tomó el último lugar en el mundo -la cruz- y precisamente con esta humildad radical nos ha redimido y nos ayuda constantemente” (Enc. Deus caritas est, 35).
Al final de la parábola, Jesús sugiere al jefe de los fariseos que invite a su mesa no a sus amigos o parientes o vecinos ricos, sino a las personas más pobres y marginadas, que no tienen modo de devolvérselo (cfr Lc 14,13-14), para que el don sea gratuito. La verdadera recompensa, de hecho, al final, la dará Dios, “que gobierna el mundo... Nosotros le prestamos nuestro servicio en lo que podamos y hasta que Dios nos dé la fuerza para ello” (Enc. Deus caritas est, 35). Una vez más, por tanto, vemos a Cristo como modelo de humildad y de gratuidad: de Él aprendemos la paciencia en las tentaciones, la mansedumbre en las ofensas, la obediencia a Dios en el dolor, a la espera de que Aquél que nos ha invitado nos diga: “Amigo, sube más arriba” (cfr Lc 14,10); el verdadero bien, de hecho, es estar cerca de Él.
sábado, 21 de agosto de 2010
La puerta estrecha. Domingo 21 TOC.
Jesús está en camino hacia Jerusalén, está recorriendo decididamente (cf Lc 9,51) el camino que lo llevará a la injusta muerte de cruz. A alguien que se le acerca y le pregunta: «¿Son pocos los que se salvan?» El responde: «Luchen por entrar por la puerta estrecha, porque muchos intentarán entrar pero no podrán». «La vida cristiana requiere esfuerzo, fatiga, exige “pelear el buen combate de la fe” (1 Tim 6,12) », no es una lucha contra otros hombres, sino una batalla que cada uno de nosotros combate en el propio corazón contra el dominio del mal y del pecado (cf Ef 6,10-17), contra «el pecado, que siempre nos asedia» (Heb 12,1), contra aquellas pulsiones que dormitan en nuestras profundidades y que, con frecuencia, se despiertan con una prepotencia agresiva, hasta asumir el rostro de tentaciones seductoras... Es la misma batalla que combatió y en la que venció Jesús mediante su fidelidad a la Palabra de Dios y la oración, desde la victoria en las tentaciones del desierto (cf Lc 4,1-13) a la noche de Getsemaní (cf Lc 22, 39-46) y por cierto hasta la cruz (cf Lc 23, 33-34), él vive en primera persona tal lucha y también en esto es la puerta a través de la cual se entra en el Reino (cf Jn 10,7).
No se trata de voluntarismo, de un esfuerzo que arrebate la salvación, sino de predisponer cada fibra de nuestro ser para acoger el don de la gracia de Dios, «porque Él quiere que todos se salven» (1Tim 2,4), y a todos ofrece esta salvación en Jesucristo; es a Cristo mismo a quien podemos invocar con plena confianza, «¡Que en mi lucha estés Tú luchando!» (Sal 42,1; 118,154). Sí, nuestra “batalla” tiene sentido y esperanza de victoria sólo si pasa a través de la relación con Jesús. Por esto Él habla de un dueño de casa, el Señor, que puede abrir o cerrar la puerta; el juicio sobre cada uno de nosotros pertenece sólo a Él. Y es un juicio que develará la verdad profunda de nuestra vida, la realidad de nuestra comunión vivida, en mayor o menor medida, con Cristo, es decir el nuestro haber amado, en mayor o menor medida, a los otros como Él los ha amado (cf Jn 13,34; 15,12), los otros en quienes Él está presente (Mt 25, 31-46). Esto es lo que cuenta, no la garantía que pretendemos adquirir de nuestra pertenencia eclesial («Tú, Señor, has enseñado en nuestras plazas»), o de nuestra participación en el sacramento de la Eucaristía («Hemos comido y bebido en tu presencia»). Si no vivimos el amor hoy, de nada nos servirá en el último día tocar a la puerta y suplicar, «¡Señor, ábrenos!» entonces oiremos responder: « No los conozco, no sé de donde son ustedes... Aléjense de mí todos ustedes que obran la injusticia!».
Jesús agrega luego una palabra de gran esperanza, «Y vendrán muchos de Oriente y de Occidente, del Norte y del Sur, a ocupar su lugar en el banquete del Reino de Dios.» Es el banquete escatológico ya anunciado por los profetas (cf Is 25,6-10; 66, 18-21), abierto a las mujeres y a los hombres de toda la tierra. Jesús ha inaugurado este banquete al sentarse en la mesa junto a los publicanos y pecadores (cf Lc 7,34); con su práctica de humanidad Él nos ha descripto que cosa es una vida salvada, una vida plenamente humana, capaz de amar la tierra y de servir a Dios en libertad y por amor. Es al término de esta vida que Jesús hizo resonar, para todos, su promesa: «Yo prepararé para ustedes un reino para que coman y beban en mi mesa» (cf Lc 22, 29-30). Esta es la meta que nos espera y la única condición requerida para tomar parte de esta gozosa fiesta escatológica, del “banquete de bodas del Cordero” (Apoc 19,9), es la buena lucha por vivir, aquí y ahora, como Jesús ha vivido.
“Hay algunos que son los últimos y serán los primeros, y hay otros que son los primeros y serán los últimos”, esta última afirmación de Jesús nos pone en guardia, es una importante monición a valorar el hoy de nuestra existencia no según criterios mundanos o superficiales, sino con sus mismos ojos. No olvidemos lo que escribía san Agustín: “En el último día muchos que se consideraban estar adentro se descubrirán afuera, mientras que muchos que pensaban estar afuera serán encontrados adentro”...
lunes, 7 de junio de 2010
Corpus Christi
Homilía en la Solemnidad del “Corpus Christi”
Queridos hermanos y hermanas
El sacerdocio del Nuevo Testamento está estrechamente ligado a la Eucaristía. Por esto hoy, en la solemnidad del Corpus Domini y casi al término del Año Sacerdotal, somos invitados a meditar sobre la relación entre la Eucaristía y el Sacerdocio de Cristo. En esta dirección nos orientan también la primera lectura y el salmo responsorial, que presentan la figura de Melquisedec. El breve pasaje del Libro del Génesis (cfr 14,18-20) afirma que Melquisedec, rey de Salem, era "sacerdote del Dios altísimo", y por esto "ofreció pan y vino" y "bendijo a Abraham", que volvía de una victoria en la batalla; Abraham mismo le dio el diezmo de todo. El salmo, a su vez, contiene en la última estrofa una expresión solemne, un juramento de Dios mismo, que declara al Rey Mesías: “Tú eres sacerdote para siempre / a semejanza de Melquisedec" (Sal 110,4); así el Mesías es proclamado no sólo Rey, sino también Sacerdote. De este pasaje parte el autor de la Carta a los Hebreos para su amplia y articulada exposición. Y nosotros lo hemos recogido en el estribillo: "Tu eres sacerdote para siempre, Cristo Señor": casi una profesión de fe, que adquiere un particular significado en la fiesta de hoy. Es la alegría de la comunidad, la alegría de la Iglesia entera, que contemplando y adorando al Santísimo Sacramento, reconoce en él la presencia real y permanente de Jesús sumo y eterno Sacerdote.
La segunda lectura y el Evangelio llevan en cambio la atención al misterio eucarístico. De la Primera Carta a los Corintios (cfr 11,23-26) se ha tomado el pasaje fundamental en el que san Pablo recuerda a esa comunidad el significado y el valor de la "Cena del Señor", que el Apóstol había transmitido y enseñado, pero que corría el riesgo de perderse. El Evangelio en cambio es el relato del milagro de los panes y de los peces, en la redacción de san Lucas: un signo atestiguado por todos los evangelistas y que preanuncia el don que Cristo hará de sí mismo, para dar a la humanidad la vida eterna. Ambos textos ponen de relieve la oración de Cristo, en el momento de partir el pan. Naturalmente, hay una diferencia clara entre los dos momentos; cuando reparte los panes y los peces a la multitud, Jesús da gracias al Padre celestial por su providencia, confiando en que Él no hará faltar el alimento a toda aquella gente. En la Última Cena, en cambio, Jesús transforma el pan y el vino en su propio Cuerpo y Sangre, para que los discípulos puedan nutrirse de Él y vivir en comunión íntima y real con Él.
La primera cosa que hay que recordar siempre es que Jesús no era un sacerdote según la tradición judaica. La suya no era una familia sacerdotal. No pertenecía a la descendencia de Aarón, sino a la de Judá, y por tanto legalmente le estaba excluida la vía del sacerdocio. La persona y la actividad de Jesús de Nazaret no se colocan en la estela de los sacerdotes antiguos, sino más bien en la de los profetas. Y en esta línea, Jesús tomó distancia con una concepción ritual de la religión, criticando la postura que daba mayor valor a los preceptos humanos ligados a la pureza ritual más que a la observancia de los mandamientos de Dios, es decir, al amor de Dios y al prójimo, que como dice el Evangelio, “vale más que todos los holocaustos y sacrificios” (Mc 12,33). Incluso dentro del Templo de Jerusalén, lugar sagrado por excelencia, Jesús lleva a cabo un gesto exquisitamente profético, cuando expulsa a los cambistas y a los vendedores de animales, cosas todas que servían para la ofrenda de los sacrificios tradicionales. Por tanto, Jesús no es reconocido como un Mesías sacerdotal, sino profético y real. También su muerte, que nosotros los cristianos llamamos justamente "sacrificio", no tenía nada de los sacrificios antiguos, al contrario, era totalmente lo opuesto: la ejecución de una condena a muerte, por crucifixión, la más infamante, sucedida fuera de los muros de Jerusalén.
Entonces, ¿en qué sentido Jesús es sacerdote? Nos lo dice precisamente la Eucaristía. Podemos volver a partir de esas sencillas palabras que describen a Melquisedec: “ofreció pan y vino” (Gn 14,18). Y esto es lo que hizo Jesús en la Última Cena: ofreció pan y vino, y en ese gesto se resumió totalmente a sí mismo y a su propia misión. En ese acto, en la oración que lo precede y en las palabras que lo acompañan está todo el sentido del misterio de Cristo, tal y como lo expresa la Carta a los Hebreos en un pasaje decisivo, que es necesario citar: "Habiendo ofrecido en los días de su vida mortal – escribe el autor, refiriéndose a Jesús – ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarle de la muerte, fue escuchado por su actitud reverente, y aun siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia; y llegado a la perfección, se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen, proclamado por Dios Sumo Sacerdote a semejanza de Melquisedec" (5,8-10). En este texto, que claramente alude a la agonía espiritual del Getsemaní, la pasión de Cristo se presenta como una oración y como una ofrenda. Jesús afronta su “hora”, que lo conduce a la muerte de cruz, inmerso en una profunda oración, que consiste en la unión de su propia voluntad con la del Padre. Esta doble y única voluntad es una voluntad de amor. Vivida en esta oración, la trágica prueba que Jesús afronta es transformada en ofrenda, en sacrificio viviente.
Dice la Carta que Jesús "fue escuchado". ¿En qué sentido? En el sentido de que Dios Padre lo liberó de la muerte y lo resucitó. Fue escuchado precisamente por su pleno abandono a la voluntad del Padre: el designio de amor de Dios ha podido realizarse perfectamente en Jesús, que, habiendo obedecido hasta el extremo de la muerte en cruz, se ha convertido en “causa de salvación” para todos aquellos que le obedecen. Se ha convertido en Sumo Sacerdote por haber tomado Él mismo sobre sí todo el pecado del mundo, como “Cordero de Dios”. Es el Padre el que le confiere este sacerdocio en el momento mismo en que Jesús atraviesa el paso de su muerte y resurrección. No es un sacerdocio según el ordenamiento de la ley mosaica (cfr Lv 8-9), sino "según el orden de Melquisedec", según un orden profético, dependiente sólo de su relación singular con Dios.
Volvamos a la expresión de la Carta a los Hebreos que dice: “aun siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia”. El sacerdocio de Cristo comporta el sufrimiento. Jesús ha sufrido verdaderamente, y lo ha hecho por nosotros. Él era el Hijo y no tenía necesidad de aprender la obediencia, pero nosotros sí, teníamos y tenemos necesidad siempre de ella. Por ello el Hijo asumió nuestra humanidad y se dejó “educar” por nosotros en el crisol del sufrimiento, se dejó transformar por él, como el grano de trigo que para dar fruto debe morir en la tierra. A través de este proceso Jesús ha sido “perfeccionado”, en griego teleiotheis. Debemos detenernos en este término, porque es muy significativo. Éste indica el cumplimiento de un camino, es decir, precisamente el camino de educación y transformación del Hijo de Dios mediante el sufrimiento, mediante la pasión dolorosa. Es gracias a esta transformación que Jesucristo se ha convertido en "sumo sacerdote" y puede salvar a todos aquellos que se confían a Él. El término teleiotheis, traducida justamente como “hecho perfecto”, pertenece a una raíz verbal que, en la versión griega del Pentateuco, es decir, los primeros cinco libros de la Biblia, se usa siempre para indicar la consagración de los antiguos sacerdotes. Este descubrimiento es muy precioso, porque nos dice que la pasión fue para Jesús como una consagración sacerdotal. Él no era sacerdote según la Ley, pero lo ha llegado a ser de forma existencial en su Pascua de pasión, muerte y resurrección: se ofreció a sí mismo en expiación y el Padre, exhaltándolo por encima de toda criatura, lo ha constituido Mediador universal de salvación.
Volvamos, en nuestra meditación, a la Eucaristía, que dentro de poco estará en el centro de nuestra asamblea litúrgica. En ella Jesús anticipó su Sacrificio, un Sacrificio no ritual, sino personal. En la Última Cena Él actúa movido por ese "espíritu eterno" con el que se ofrecerá después sobre la Cruz (cfr Hb 9,14). Dando las gracias y bendiciendo, Jesús transforma el pan y el vino. Es el amor divino que transforma: el amor con que Jesús acepta por anticipado darse completamente a sí mismo por nosotros. Este amor no es otro que el Espíritu Santo, el Espíritu del Padre y del Hijo, que consagra el pan y el vino y cambia su sustancia en el Cuerpo y en la Sangre del Señor, haciendo presente en el Sacramento el mismo Sacrificio que se realiza después de forma cruenta en la Cruz. Podemos por tanto concluir que Cristo fue sacerdote verdadero y eficaz porque estaba lleno de la fuerza del Espíritu Santo, estaba lleno de toda la plenitud del amor de Dios, y esto precisamente “en la noche en que fue traicionado”, precisamente en la “hora de las tinieblas” (cfr Lc 22,53). Es esta fuerza divina, la misma que realizó la Encarnación del Verbo, la que transforma la extrema violencia y la extrema injusticia en un acto supremo de amor y de justicia. Esta es la obra del sacerdocio de Cristo, que la Iglesia ha heredado y prolonga en la historia, en la doble forma del sacerdocio común de los bautizados y del ordenado de los ministros, para transformar el mundo con el amor de Dios. Todos, sacerdotes y fieles, nos nutrimos de la misma Eucaristía, todos nos postramos a adorarla, porque en ella está presente nuestro Maestro y Señor, está presente el verdadero Cuerpo de Jesús, Víctima y Sacerdote, salvación del mundo. ¡Venid, exultemos con cantos de alegría! ¡Venid, adoremos! Amén.
ROMA, jueves 3 de junio de 2010.