El padre pródigo en amor...
Traigo aquí como comentario al Evangelio de este 24º Domingo del Tiempo Común, el que pone en su sitio:
Ileana Mortari que como ella se presenta allí, es docente de italiano y latín y teóloga, caracterizada por una viva curiosidad por la cultura en general. Las lecturas están en
“Se acercaban a Él [a Jesús] todos los publicanos y pecadores para escucharlo”. La frase introductoria delinea una situación habitual del ministerio de Jesús, muchas veces destacada por los evangelios y siempre acompañada de una reacción fuertemente negativa de escribas y fariseos, quienes –leemos en el texto original- “como de ordinario acostumbraban decir, criticaban” la actitud acogedora de Jesús para gente poco o nada ortodoxa según los cánones religiosos del tiempo. “El hombre no debe hacerse compañero de un impío, -decían los rabinos- ni siquiera para conducirlo al estudio de la ley”; y con mayor razón un hebreo justo no debía en absoluto compartir la mesa, gesto expresivo de profunda comunión, con paganos y pecadores, para además, no ser por ellos contaminado.
Ahora bien, ¿por qué por el contrario, Jesús no los tiene lejos de sí y no se separa de los publicanos y pecadores sino que los recibe, los llama (cf Mc 2,17), y más aún va en busca de ellos? No por cierto por el gusto de andar a contracorriente o de “provocar” a los bien pensantes, sino porque sólo de este modo podía coherentemente realizar su misión.A diferencia de Marcos y Mateo, que indican con una sola frase, muy sintética e interpelante, el inicio del ministerio de Jesús (“¡el reino de Dios está cerca, conviértanse!), Lucas nos cuenta más en detalle su primera predicación, en la sinagoga de Nazaret (cf Lc 4, 16-30). El hijo de José había declarado que vino para cumplir las profecías del Antiguo Testamento, es decir anunciar a los pobres un alegre mensaje, proclamar a los prisioneros la liberación, predicar un año de gracia del Señor.
Así en el curso de sucesivas narraciones de Lucas vemos como Él ha proclamado felices a los pobres -en el “sermón de la llanura” (Lc 6,20 ss)-, ha liberado de la cárcel del mal a muchos enfermos y endemoniados y sobre todo ha vuelto visible la “gracia”, es decir el infinito amor, de Dios. Y este extraordinario amor viene descripto de un modo muy eficaz en las tres parábolas de la misericordia de Lc 15, no por nada colocadas al centro del tercer Evangelio y justamente consideradas el “corazón” del texto lucano.
Ellas constituyen la respuesta de Jesús a las críticas de los escribas y fariseos, que presumían ser los solos y auténticos depositarios de las Escrituras, mientras que por el contrario eran ciegos y sordos frente a la Revelación. Y esto no obstante que ya en el Antiguo Testamento era con frecuencia destacado el amor previniente y misericordioso de Dios “En aquel día congregaré a los dispersos...” (Miqueas 4, 6); “Yo mismo buscaré mis ovejas y las cuidaré” (Ezequiel 34,11); “Mi corazón se conmueve dentro de mí, mis entrañas se estremecen de compasión...No daré desahogo a mi ira, porque soy Dios y no hombre” (Oseas 11, 8).
Ahora Jesús, ya sea en su comportamiento como en las elocuentes imágenes del pastor y del padre, viene a traernos justamente este extraordinario anuncio que retoma y completa la revelación del Antiguo Testamento: Dios no espera que el hombre se convierta y llegue a ser bueno para, de verdad, quererlo; lo ama desde siempre, lo ama siendo pecador y por eso lo busca obstinadamente, “va en busca de la oveja perdida, hasta que la encuentre” (v. 4), es decir a toda costa, a cualquier precio, aun el de la propia vida. Jesús, transparencia de Dios, es el pastor bueno, que ha venido ha buscar y llamar a los pecadores para que se conviertan (Lc 5, 2), y los ha buscado cueste lo que le cueste, al punto que –como dice san Pablo- “cuando aun éramos pecadores, Cristo murió por nosotros” (Romanos 5, 8)
Dios quiere que todos los hombres se salven, que todos tomen parte en el banquete escatológico de su reino; por esto –afirma Jesús solemnemente- “habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión” (v. 7). También esta revelación “escandaliza”, y no sólo a los escribas y fariseos, sino a todos aquellos que se tienen por “justos”.
Instintivamente se es siempre más indulgente y benévolo consigo mismo que con los otros y estamos prontos a fastidiarnos y criticar el comportamiento ejemplificado y solicitado por Jesús. Así sucedía en la comunidad de Lucas, como lo sabemos por el libro de los Hechos en 11, 3 “¡Has entrado en casa de hombres no circuncisos y has comido junto con ellos!” dicen a Pedro. Así, del mismo modo, continúa sucediendo entre nosotros cada vez que no sabemos testimoniar el amor de Dios, amor que sabe ver, acoger y amar al que está “perdido”.
En el n 1439 del Catecismo de la Iglesia Católica se describe el proceso de conversión y penitencia en base a la parábola del hijo pródigo, del Evangelio de este Domingo.
El proceso de la conversión y de la penitencia fue descrito maravillosamente por Jesús en la parábola llamada "del hijo pródigo", cuyo centro es "el padre misericordioso" (Lc 15,11-24): la fascinación de una libertad ilusoria, el abandono de la casa paterna; la miseria extrema en que el hijo se encuentra tras haber dilapidado su fortuna; la humillación profunda de verse obligado a apacentar cerdos, y peor aún, la de desear alimentarse de las algarrobas que comían los cerdos; la reflexión sobre los bienes perdidos; el arrepentimiento y la decisión de declararse culpable ante su padre, el camino del retorno; la acogida generosa del padre; la alegría del padre: todos estos son rasgos propios del proceso de conversión. El mejor vestido, el anillo y el banquete de fiesta son símbolos de esta vida nueva, pura, digna, llena de alegría que es la vida del hombre que vuelve a Dios y al seno de su familia, que es la Iglesia. Sólo el corazón de Cristo, que conoce las profundidades del amor de su Padre, pudo revelarnos el abismo de su misericordia de una manera tan llena de simplicidad y de belleza.
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