viernes, 3 de septiembre de 2010

La renuncia... una bienaventuranza

Capella della Salette

Tomo para este Domingo 23 del Tiempo Ordinario C, el comentario de Wilma Chasseur, una eremita de Valle d’Aosta –región autónoma al noreste italiano que limita con Francia y Suiza- que tiene a cargo la Capilla La Salette en Località Bussan. Puedes encontrar sus comentarios a la Palabra en
Las lecturas del domingo las puedes consultar en

¿Quieres ser feliz? Aprende a renunciar.

Estamos de nuevo considerando las tremendas exigencias de la llamada y sobretodo un dificilísimo punto clave -y del cual ninguno quisiera sentir hablar- de nuestro camino a Dios: la renuncia aún a la propia vida si fuese necesario: “Quien pierda la propia vida por mi causa, la encontrará”

1. Monte Rosa o Monte Bianco

El hombre ha sido creado libre, ahora bien libertad significa capacidad de elegir y capacidad de elegir implica a su vez capacidad de renuncia. Si hoy elijo escalar el Monte Rosa, debo por fuerza renunciar a subir contemporáneamente al Monte Bianco. Solo que esta capacidad de elegir, hoy se la quiere reducir a la que se hace en el supermercado o con el control remoto. Elijo el detergente onda verde y lo prefiero antes que al onda azul; elijo el canal France 3 y lo prefiero a Antenne 4, etc etc. Pero el hombre tiene una dignidad verdaderamente grande y es capaz de una elección en otra dimensión. Y el cristiano debe a cada instante elegir, es decir renunciar a lo que es incompatible con la propia fe.

La misma historia de la Salvación se inicia con una invitación a la renuncia; “De todos los árboles del jardín puedes comer, pero de aquel que está en el medio no, sino morirás”. ¡Era el único mandamiento! Si hubiese sabido observarlo, no hubiese sido necesario establecer otros, pero con la transgresión fueron aumentados los mandamientos y también ahora vemos que cuanto más el hombre transgrede más aumentan las leyes. Y la vida se complica siempre más precisamente por que el hombre no es capaz de renunciar, es decir no es capaz de elegir el bien en lugar del mal.

2. Pero, ¿por qué la renuncia?

¿Pero por qué la renuncia a cosas legítimas, debidas, saludables y también convenientes – ¡al menos a nosotros nos parecen así!-? Ésta, para mi, es la prueba más cierta y también más bella de la existencia de Dios. Y no sólo de su existencia sino sobre todo de su Amor por nosotros, de hecho si no fuésemos destinados a la Gloria y no fuésemos llamados a la comunión con Él ya desde aquí, y si Él no quisiese venir a habitar en nosotros, no habría ninguna renunciar para hacer.

¿Qué quiere Dios de mí? Te lo habrás preguntado tantas veces. Y bien, ¡Dios de tí quiere... a tí! ¡Nada menos! He aquí por qué nos pide renunciar a todo lo que mal llena nuestro corazón. A este corazón Él, quiere llenarlo de Sí mismo. “Abre la boca, la quiero llenar” dice un salmo. Sí, abre la boca, o el corazón, o la mano, que el fruto de la Gloria Yo te lo quiero dar –dice el Señor-, pero ¡ojo! no la cierres, porque cerrándola tomarías sólo lo finito, mientras Yo soy el infinito. La única cosa que Yo no te puedo dar es aquella que tú te quieres tomar por rapiña. Renunciar significa no cerrar la mano, sino permanecer con las manos y el corazón abiertos, como un pobre mendigo que sabe que sólo puede recibir. Mientras que cerrar la mano sobre el fruto, quiere decir apropiarse de cosas finitas, limitadas, efímeras, que no saciarán nunca nuestra necesidad de infinito, sino que sólo servirán para llenar nuestro corazón de un gran vacío.

3 ¿Tenemos hambre de Dios?

Somos hechos de inteligencia y voluntad –además de corporeidad-. Ahora bien, la definición filosófica de la inteligencia es de tener hambre de la verdad, y la de la voluntad es tener hambre del bien –o del máximo bien que es Dios-. Pero después del pecado original y de cualquier otro pecado, nuestras facultades espirituales, han perdido su orientación natural hacia lo alto y se han replegado hacia lo bajo – san Anselmo la definía “natura curva”- de modo que en vez de tener hambre de Dios, hemos llegado a tener hambre de poder, de dinero, de dominio, etc etc La renuncia a estos apegos es justamente la que nos permite volver a tener hambre del bien y de reencontrar el señorío sobre nosotros mismos y liberarnos de la esclavitud de las cosas. Por eso la renuncia es una verdadera y propia bienaventuranza porque nos vuelve de nuevo capaces de desear a Dios, enderezando nuestra naturaleza curvada y orientándola hacia Dios. Si queremos reencontrar la salud originaria de nuestra alma, que es de ser como una bellísima flor que está naturalmente orientada hacia el Sol, debemos saber vivir la renuncia como una bienaventuranza, la que nos permitirá llegar a ser receptáculos puros de la Luz divina, reflejando sus esplendores.

Agrego aquí un párrafo de la homilía pronunciada por Benedicto XVI en la Misa [Dgo. 23 TOC] celebrada en el pueblo natal de León XIII, Carpineto Romano, que hoy 5 de setiembre visitó con motivo del bicentenario del nacimiento de este papa.

Hemos escuchado la Palabra de Dios, y es espontáneo acogerla, en esta circunstancia, volviendo a pensar en la figura del Papa León XIII y en la herencia que nos ha dejado. El tema principal que emerge de la lectura bíblica es el del primado de Dios y de Cristo. En el pasaje evangélico, extraído de san Lucas, Jesús mismo declara con franqueza tres condiciones necesarias para ser sus discípulos: Amarle más que a nadie y más que a la misma vida; llevar la propia cruz y seguirlo; y renunciar a todas las posesiones. Jesús ve una gran multitud que lo sigue junto a sus discípulos, y con todos quiere ser claro: seguirlo es comprometido, no puede depender de entusiasmos ni de oportunismos; debe ser una decisión ponderada, tomada después de preguntarse en conciencia: ¿quién es Jesús para mí? ¿Es verdaderamente “el Señor”, ocupa el primer lugar, como el Sol en torno al cual giran todos los planetas? Y la primera lectura, del Libro de la Sabiduría, nos sugiere indirectamente el primer motivo de este primado absoluto de Jesucristo: en Él encuentran respuesta las preguntas del hombre de toda época que busca la verdad sobre Dios y sobre sí mismo. Dios está más allá de nuestro alcance, y sus designios son inescrutables. Pero Él mismo ha querido revelarse, en la creación y sobre todo en la historia de la salvación, hasta que en Cristo se ha manifestado plenamente a sí mismo y su voluntad. Aun permaneciendo siempre verdadero que “a Dios nadie le ha visto jamás” (Jn 1,18), ahora nosotros conocemos su “nombre”, su “rostro”, y también su querer, porque nos lo ha revelado Jesús, que es la Sabiduría de Dios hecha hombre. “Así -escribe el Autor sagrado de la primera Lectura- aprendieron los hombres lo que a ti te agrada y gracias a la Sabiduría se salvaron” (Sb, 9,18).

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